Es un acontecimiento sin precedentes, al menos en la
Iglesia moderna. Entre el sábado 14 y el lunes 17 de mayo, los 32 obispos que
forman la Conferencia Episcopal de Chile han sido convocados por el Papa en
el Vaticano, para tratar la peor crisis de la historia del catolicismo
trasandino. En los últimos años, sus filas se han devastado de fieles y se
inserta la explosión de escándalos de abusos sexuales que ha terminado por
embestir al mismo Francisco, quien admitió haber cometido “serios errores de
valoración y percepción”.
La nueva era de renovación obliga al Papa a buscar a
los suyos para cubrir los agujeros que dejan los relevos imprescindibles. Esta
realidad abre la sorda batalla por la sucesión. La más importante y
vistosa es la del arzobispo de Santiago de Chile, que tiene un candidato que
arremete con todo. Se trata de monseñor Santiago Silva, obispo castrense y
presidente de la Conferencia Episcopal.
La situación es delicada para Jorge Bergoglio y
tremenda para la Iglesia trasandina. El Papa se apresta a remover a ocho
obispos, al nuncio apostólico -su embajador en Chile, monseñor Ivo Scapolo-, y
sobre todo a dos cardenales: Francisco Javier Errázuriz, de 84 años, uno de sus
estrechos colaboradores en el Grupo de los Nueve purpurados que lo asesora en
las reformas de la Curia Romana, y Ricardo Ezzati, 76, arzobispo de Santiago de
Chile.
Entre los obispos, algunos ya renunciaron por
límites de edad. Es el caso del mismo cardenal Ezzati. Pero las víctimas y una
parte de la comunidad eclesial reclaman que no se busquen excusas. Que si hay
culpables, que se diga que lo son.
Cuatro episcopales están en una situación especial
porque provienen de la Pía Unión Sacerdotal, que tuvo su momento de gloria
sobre todo entre las clases acomodadas durante la dictadura del general Augusto
Pinochet. En 2012, la organización fue disuelta después que el Vaticano condenó
“a una vida de silencio y penitencia”, pero sin quitarle el estado clerical,
como hubiera debido hacer, al padre Fernando Karadima, 87 años, aislándolo en
un convento de monjas en el mismo barrio Providencia donde era el párroco de la
iglesia El Bosque. Allí cometió durante muchos años toda clase de fechorías de
abuso sexual contra adolescentes.
El caso Karadima pesa como varias toneladas de plomo
sobre la iglesia chilena pero también sobre el Vaticano. Los cuatro obispos que
pertencían a la Pía Unión Sacerdotal como discípulos de Karadima son
sospechosos de complicidad y cobertura. El principal es monseñor Juan Barros,
que el Papa argentino nombró en 2015 obispo de Osorno, una ciudad de 145 mil
habitantes en el sur de Chile. Barros insiste en su inocencia y ya le presentó
tres veces su renuncia a Francisco, que se la rechazó siempre. Era el más
cercano colaborador de Karadima y, según las víctimas que denunciaron lo que
ocurría, veía todo lo que pasaba en torno al gran pederasta, pero después se
declaró ciego y desmemoriado.
Entre los otros tres está el obispo auxiliar de
Santiago, monseñor Andrés Arteaga, quien junto con Barros ya anunció que no
vendrá al Vaticano para el encuentro con el Papa. Ambos alegaron razones de
salud y pidieron oraciones a los colegas y a los fieles.
Estarán el sábado 14 en el Vaticano dos obispos de
matriz Karadima, monseñor Horacio Valenzuela, de Talca, y Tomislav Koljatic, de
Linares.
Los cuatro están condenados a ser reemplazados,
según los analistas chilenos, porque es evidente su cobertura a las actividades
de Fernando Karadima.
La magnitud de la crisis es tan grande que el Papa
tiene un equipo trabajando en contacto con Chile para estudiar los relevos de
obispos y quiénes los sustituirán, una tarea ardua por la total
desconfianza de la mayoría de los católicos chilenos en su Iglesia.
Monseñor Santiago Silva se prueba ya la sotana del
delfín, pero según los especialistas chilenos tienen también posibilidades de
heredar al cardenal Ezzati monseñor Fernando Chomali, obispo de Concepción, y
Juan Ignacio González, obispo de San Bernardo. El arzobispado de Santiago, la
capital, es la llave de las reformas que harán nacer a la Iglesia chilena
renovada y que naturalmente seguirán a la purga purificadora.
El embajador del Papa en Chile, el italiano Ivo
Scapolo, cuya gestión es considerada desastrosa, estuvo la semana pasada en el
Vaticano y se encontró con Francisco. Su suerte está echada, falta solo el
anuncio del traslado.
Scapolo, junto con los cardenales Errázuriz y
Ezzati, forma el trío de grandes responsables de que el escándalo haya alcanzado
las cumbres que la tienen en un lugar privilegiado en los medios de
comunicación de todo el mundo.
Las denuncias comenzaron en los años 80 y 90, y se
acentuaron con el pasar del tiempo. Entre los adolescentes de Providencia,
hijos de la clase alta chilena, los que recibieron las atenciones pervertidas
del padre Karadima se resignaron o lo denunciaron. Fue el caso de Juan Carlos
Cruz, James Hamilton y Jose Andrés Murillo.
“Nos persiguieron como si fuéramos los enemigos”,
dijeron en una declaración común, tras encontrarse varios días en el Vaticano,
el fin de la semana pasada, con el Papa, que los escuchó, les pidió perdón y
les aseguró que va a tomar las “medidas ejemplificadoras” que las víctimas
reclaman contra los responsables de haber cubierto los abusos sexuales.
El cardenal Errázuriz, el nuncio Scapolo y el
arzobispo de Santiago, Ezzati, niegan toda complicidad y responsabilidad en los
retardos de las investigaciones contra Karadima, hasta que la justifica chilena
se consideró impotente para condenarlo porque era culpable pero habían
prescripto los delitos que le imputaban.
También tardíamente el Vaticano procesó a Karadima y
lo condenó a una vida de silencio y penitencia en 2010, pero mientras con
coraje las víctimas seguían denunciando la muralla del silencio, las
estructuras de la Iglesia chilena prosiguieron en la protección de los
culpables y sus cómplices. Los casos no se limitaban al cura Karadima. Estallaron
otros escándalos de abusos en los Hermanos Maristas y otras instituciones
católicas.
El resultado más concreto, que ahora costará años
arreglar, si es que se arregla, fue el profundo desprestigio de la Iglesia ante
los suyos. La comunidad eclesial terminó alejándose en masa del catolicismo
oficial. Las estadísticas muestran una caída en picada de los que se reconocen
miembros de la Iglesia en Chile, que es ahora la institución más desprestigiada
en el mundo eclesiástico latinoamericano.
A Uruguay, que mantiene siempre el primado del
laicismo en su sociedad, Chile lo sigue como el segundo país menos católico del
continente. Según algunas estadísticas la caída en los últimos 20 años ha sido
acrobática y reduce al 44% el porcentaje de católicos. Otros datos señalan en
cambio que el número sube al 60%. Pero solo el 36% de los chilenos católicos muestran
confianza en su Iglesia.
¿Que ha pasado? Muchos recuerdan los tiempos
gloriosos de una comunidad viva, que fue capaz gracias al cardenal Silva
Henriquez y su Vicariato de la Solidaridad, de dar muestras de gran coraje en
las épocas de la dictadura del general Pinochet.
Pero aquellos tiempos fueron seguidos de un
retroceso impresionante, en la que tuvo mucho que ver la influencia del ex
nuncio (1977-88) Angelo Sodano, que Juan Pablo II elevó a Secretario de Estado,
el número dos del Vaticano. Sodano extendió su influencia negativa en la
Iglesia chilena hasta 2006, cuando se retiró, La institución se llenó de
obispos conservadores, opacos, al servicio de una estructura autoreferencial y
esclerotizada que produjo un creciente rechazo por parte de los fieles. Los
ateos declarados llegan en el país trasandino al 20%.
En la reunión con los episcopales chilenos, el Papa
también tendrá que dar sus explicaciones. El obispo auxiliar de Santiago,
monseñor Fernando Ramos, dijo que la presidencia del episcopado informó a
Francisco correctamente lo que conocía del caso. “Nosotros no sabemos cuáles
son los canales que el Papa tiene para informarse y no conocemos quién le dio
las informaciones sobre lo que ocurría. Una demanda que queremos hacerle es que
nos diga quien no le ha dado información verdadera”.
Jorge Bergoglio esposó con entusiasmo las versiones
fallutas que le dieron tanto el nuncio Scapolo como los cardenales Errazuriz y
Ezzati. En el Vaticano filtraron esta información: “El Papa preguntó cuatro
veces a la cúpula de la conferencia episcopal si el obispo Barros decía la
verdad cuando afirmaba que no vio al padre Karadima cometer abusos sexuales y
todos aceptaron la versión de Barros”.
El Papa argentino sostuvo a Juan Barros a capa y
espada. Es más: en la plaza de San Pedro, durante una audiencia general en
2015, dijo a los fieles de Osorno que sufrían por tontos y que no hicieran caso
a los “zurdos” que acusaban al obispo. Estas afirmaciones de las que sin duda
Francisco está muy arrepentido, fueron corroboradas durante el viaje de
Bergoglio a Chile en enero último.
Francisco volvió a defender allí al obispo Barros,
que asistió a todas las ceremonias y fue abrazado por el pontífice. Antes de
viajar a Perú dijo a un periodista: “Traiganme una prueba contra Barros: si no
la tienen estas acusaciones son calumnias”. La agitación que causaron sus
palabras llevaron a Jorge Bergoglio a buscar una salida. Envió a Chile al
obispo de Malta, monseñor Charles Scicluna, el principal experto de la Iglesia
en casos de abusos sexuales. Scicluna volvió con un informe de 2600 páginas que
dio razón a las víctimas.
El Papa reaccionó como debía, convocando a todos los
obispos al Vaticano y encontrándose con las tres víctimas más famosas.
Pero todo el escándalo ha echado una sombra sobre Francisco por su mal
manejo del caso en el peor contexto de la historia del catolicismo
chileno. Ahora deberá superar la gran crisis con las “medidas ejemplificadoras”
que le reclaman las víctimas.
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